07 octubre 2011

Una empanadilla en el jardín

¿Puedes leer estas palabras que estás leyendo ahora? Entonces podrás leer todo lo que ocurrió hoy.

Últimamente escribo mucho y pienso que eso no es nada malo. La inspiración me penetra cuando menos me lo espero y me obliga a relatar mis aventuras para que algún ojo curioso, a través del ciberespacio, pueda leer lo que escribo. Es inevitablex, pero me gusta.

A continuación, sin más cháchara insulsa, comienza la pequeña experiencia de este encantador viernes de octubre:

Por la mañana, cuando la cama me liberó de su campo de somnolencia, me dirigí hacia el lugar de la casa donde te sientas y ves la tele. El único ser vivo visible allí presente era ese gatito que secuestré el mes pasado, mi querida mascota Perseo. Lo noté muy energizadoh y fascinadete.

—No entiendo qué haces pero me resulta adorable verte así —pregunté a mi felino ex-callejero—. ¿Estás desarrollando una especie de nasofilia con esa mesa?

Perseo se restregaba cariñosamente con una de las napias de la mesa que compré el año pasado. Parecía que los pelos de sus orejas habían asesinado mis palabras puesto que el gato no reaccionó con lo que le había dicho.


—Me gusta que haya brotado en ti el síndrome de Estocolmo, pero me parece algo escabroso que te conviertas en un gato nasófilo.
—¿Miau?
—¡Deja la narizota en paz, leñes! —grité con suavidad a Perseo. Me percaté al segundo de que el gatito se asustó por la elevación del volumen de mi voz. Por eso, decidí aliviar la situación—. Querido gato, debes portarte bien. Hazme caso y tendrás regalitos cada cierto tiempo.

Mi joven gato y yo nos llevamos bien. Al principio desconfiaba de mí e incluso se enfurruñaba en las esquinas. Luego empezó a cogerme cariño cuando le daba de comer paté a los finos hígados y le rascaba su cabecita con la técnica de la tarántula usando mis dedos repletos de amor. Hoy en día se duerme en mi pancita y me agradece con caricias el haberlo liberado de los parásitos que portaba en su lomo cuando lo bañé con agua a temperatura de leche de desayuno invernal.

A veces pienso que Perseo tiene espíritu de perro. Ya sabes, los gatos suelen ser desagradecidos y muy rebeldes, al menos eso es lo que dicen…

Abandoné el hogare con mi mochila a mi espalda a las 7:40 para ir a la escuela. Perseo se quedó solo jugando con varios calcetines mientras veía la televisión. Por fin comprendió que las narices de las mesas no son asunto de felinos (es verdad).

Horas más tarde, en la escuelita, después de acabar la confusa clase de biología religiosa, los nenes de mi grupo y yo nos desperezamos para irnos a agitar nuestra grasa corporal a la cancha. Era la hora de educación física con nuestro profesor Santiago Estiraldo. El docente estaba muuuy obtuso, como con unos 180 grados de obtusidad,  y pegado al áspero suelo del campo de fútbol.


—Vamos, vamos, vamos, vamos, vamos, vamos, chicos, vamos, vamos, vamos, vamos, vamos, dejad la mercancía en las gradas, cambiaos de ropa y a calentar los músculos —Santiago señaló con sus ojos a las gradas para que descargáramos en ellas los putos mochilones jorobadores.

Santiago Estiraldo, llamado Santi por los más confianzudos, se estira y contrae como un acordeón drogado. Sabe saltar, brincar, botar y rebotar durante horas y es ágil como un elfo del nivel 78. Anima a los sumnongles con sobrepeso a que adelgacen y a los blandengues los incita a ejercitarse. Es algo ingenuo y atosigante, pero se preocupa MUCHO por la salud de los nenes. Siempre da una palmadax por cada vamos que pronuncia.

—Vamos, vamos, que nos vamos. A cambiarse y a calentar, señores, vamos, vamos —el profesor seguía despatarrado como un compás descalabrado.
—Qué asco, Maselillo, no quiero hacer el mono bajo este sol tan joputa. Ojalá quedarme en coma bajo la sombra de un ser vegetal durante una hora.
—El ejercicio físico es bueno practicarlo. Venga, vamos a cambiarnos y a calentar, ¡que hoy tenemos media hora de aerobic! —Maselillo se ilusionaba por vibrar coreográficamente con las canciones de Ryhanna junto a los pringados de la clase.
—Maselines, no. Hoy no quiero hacer el mono, he dicho.
—Vamos, vamos, vamos, quiero ver esos chándales relucientes puestos. Nada de tacones, ni de vaqueros, ni de pulseras, ni de pinchos…
—Qué histeria… el Santi no se calla ni con una rodilla metida en la boca —expresé agobiadə.

Los sumnongles se agitaban como momias mareadas en la cancha. Buscaban la entrada a los vestuarios para tornar su atuendo ordinario en uno más rafanadalesco. Yo siempre he odiado los vestuarios… Son templos del mal olor, de la humedad y la vergüenza. Por eso no me meto casi nunca en esos lugares.

Mi cuerpo y mi alma se quedaron solos en el exterior mientras la gran mayoría de mi compis se desvestía y vestía. La cancha estaba casi vacía; solo estábamos en ellas el profe, la Yazmina, Hematio y alguna que otra paloma intrusa.

La cancha de nuestra escuela es el área exterior más amplia, después del patio, claro~. Fue hace unos cuatro años un terrible campo de batalla para dos grandes grupos de niños: los amantes del Colakao y los amantes del Neskuik. Ambos grupos de gustos opuestos se enzarzaron en una pelea absurda en la que hubo muchos pellizcos, moratones y arrancamiento de pelos. Afortunadamente, ningún sumnongle resultó herido grave. Sin embargo, aún se pueden ver las pelusas de cabello arrancado volando cuando el viento sopla con rabia sobre la cancha. Hoy en día, es un espacio alternativo y tranquilo para aquellos alumnos que odian el concurrido patio a la hora del recreo. Aunque, a veces, algunos machitos muy bobosos, rompen la paz de la cancha zapateando con ira el campo de fútbol por ser demasiado rosa.

Yazmina, que se había acercado al profesor que seguía distraído con sus ejercicios sudasobacos, se aclaraba la garganta para soltarle una milonga.

—Profe, tengo la menstru y me duelen mazo los ovarios. No voy a poder hacer deporte.
—Yazmina, llevas con la menstruación desde la semana pasada, ¿no crees que es mucho tiempo? —el sorprendido docente se asombraba a la vez que hacía volteretas y abdominales.
—Sí, yo es que soy muy ketchup. Me viene de la family —aseguró la choni.
—No hay problema, muchacha. Siéntate en las gradas y descansa.
—Gracias, profe. Así soportaré mejor el dolor —agradeció Yazmina en tono aburrido y sin mostrar síntomas de su falsa dolencia.

Algo que tenemos en común Yazmina y yo, aparte de ojos, nariz y boca, es la pereza que nos da el hacer deporte. La muy mentirosa de moño apretado siempre usa la excusa del útero sangriento para escabullirse ¡y siempre tiene éxito! Su menstruación inexistente es más larga que el pico de un colibrí joviano.

—¿Qué puedo hacer, cuerpos celestes? Tengo la tensión por los suelos y no quiero hacer aerobicaca —susurré mirando al manto cerúleo de la mañana. Luego, mi cabeza giró al detectar un movimiento cercano a mí. Se trataba de Hematio, que con uno de esos triángulos rojos se rajaba la pierna—. Hematio, esta vez te has cortado muy profundo, ¿no crees?
—Siempre me corto con la misma profundidad —Hematio se rajaba la piel cual emo de pacotilla para no realizar las actividades de la hora.
—Ah… Oye, ¿me prestas un poco de tu sangre para engañar al profe y decirle que me sangra la nariz sin control? Es que quiero escaquearme ♥.
—Yo no comparto mi sangre con nadie.
—Como quieras, Hemorroido. Tu técnica de escaqueo es muy cutre y dolorosa. Hasta una placenta reseca habría tenido una idea mejor para no hacer deporte.
—Tengo 47 años, yo sé lo que hago y sé que es lo que me conviene. Así que cierra la boca —confesó irritado el sumnongle rechoncho y autolesionado.
—¿Que… que tienes cuántos? —tal confesión me dejó la mente pasteurizada.
—¡Hematio, estás sangrando! Madre mía, he de llevarte a enfermería AL MOMENTO. ¡Vamos, vamos, vamos, vamos, vamos! —gritó Santiago cuando vio la roja raja rajada. Tras escuchar al profesor, Hematio se enfureció volcánicamente.
—¿Me está tratando usted como si fuera un inválido? ¡Yo puedo hacer las cosas por mi mismo! Yo conozco mi cuerpo más bien que nadie y sé cuándo he de recibir asistencia médica, ¡así que déjeme en paz!


Hematio se alejó colérico a las otras gradas, las del oeste de la cancha, y se sentó allí con su mochila. Había dejado tras de sí un rastro de sangre que embobó a algunos compañeros recién salidos de los vestuarios. Por otra parte, el profesor enmudecido como un pijama, cesó sus hipnóticos movimientos de calentamiento para llevarse su mano a la boca para cubrir un leve y pequeño ¡Ay, la virgen!

—¡Chusa!, ¿qué tal, puta? —Yazmina, una de los testigos del cabreo de Hematio, llamó a su amiga para contarle lo ocurrido sin moverse de las gradas—. Yo también me aburro tete… Pasé de hacer la jodía mierda de educación física. Le dije al gilipollas de mi profe que tenía la regla, juas… Oye, tía, ¡qué movida la de ahora! Hay un gordo feo en mi clase que se acaba de amputar el pie para no hacer deporte. ¡Y el tío está to tranquilito, como si!

La mentirosa de Yazmina es muy sensacionalista. En las historias y chismes que cuenta, ella convierte un pinchazo en una apuñalada, un piquito cariñosín en un morreo baboso y una mosca de la fruta en un avispón venenoso. El sabor de la exageración hace sus noticias más deliciosas.

El tufo cálido de los vestuarios obligó a los sumnongles a salir de ellos porque sí y punto. Todos los recién vestidos, y yo también (que ya tenía un atuendo súper gimnástico puesto), acabamos haciendo aerobic bajo el sol. Tenía poca fuerza para inventarme una excusa para no hacer deporte, por eso no hubo más remedio que danzar. Pero antes, Santi recomendó que se rebanaran las zarpas de ciertos dedos en el cortaúñas eléctrico de la pared.

El cortaúñas de la pared es un agujerillo, similar al ano de un robot, en donde puedes meter tus dedos para que una cosa que hay dentro te corte las uñas en un chaski chask. Nunca lo he usado porque siempre miedou me ha dado ese tenue zumbido eléctrico que emite sin cesar. Además el chisme está algo cascadillo. La directora hizo que lo instalaran hace cuatro años.


—Uoh, meto el dedo y aprieto el botón. Camaradas, ¡cortémonos las uñacas! —dijo Chéster gustoso de vivir ese contacto dactilar con el artefacto.
—Chéster, cuidado donde metes tus apéndices. Es posible que un día acabes sin uno de ellos —aconsejé como lo hacen las viejas consejeras.

Minutos más tarde, con Maselillo a mi lado ataviado con una camiseta de manga larga, llegamos al éxtasis musical.

—Vamos, vamos, vamos, vamos, vamos, chicos. ¡Cambiemos de paso ya! —entre palmadas, el profe iniciaba el último paso de la coreografía.
—Uoh, esto es genial, ¡Vamos a despegar!, ¡VAMOS A HACER TEMBLAR AL PLANETA! —Chéster estaba tan entusiasmado que se sentía más cerca del espacio exterior que de su propio mundo
—A mí sí que me haces temblar, flipado… —murmuró Arturo, mientras se peinaba el flequillo.
—¡SEÑORAS Y SEÑORES, ESTO ES DEPORTE EN ESTADO PUROOOOOO! —gritó Chéster eufórico y desatadoh sin parar de mover sus piernas.
—¡Tú si que… nos sabes… animar! —expresó la cansada Mamá Vegas con dulzura de membrillo.
—Vamos, dadme dos, ¡DADME DOS! —Santi exigía dos movimientos nuevos para su último paso.
—¡AQUÍ LOS TIENE PROFESOR! ¡UOH, VOY A EXPLOTAAAAR! —Chéster estaba sintiendo un orgasmo aeróbico incontrolado que lo hacía flipar hasta los límites de la Vía Lechosa.

¡¡PUMCHOFF!!

Entre cruces de piernas, vueltas y saltos oímos un estruendo similar al de cuando un asteroide esponjoso y empapado se estrella contra el suelo. Se supo al momento que el origen del sonido era Grongo Chu-depastel. El chico se había desplomado.

—¿Estás bien, chaval? —preguntó el profe.

Aparte de la música que se oía del radiocasete, se podían escuchar las carcajadas burlescas de Yazmina, Rubén, Tulma, Romina, Arturo y de algún otro ser más. El regordete sudoroso se sentía humillado sobre la superficie escolar.

—Mumumumu… Estoy bien…—Grongo, aturdido, se intentaba levantar con dificultad. Los compis de la clase se habían acercado para ver si le podían echar una mano.


—¡Se te ha quedado pegada la sombra al suelo! —gritó Ambrosio.
—Es el sudor —corrigió Évelin.
—Ay, Peke. Siempre estás ahí cuando meto la pata. Yo… bailo muy bien, pero a veces… el suelo genera una atracción… que hace que pierda el equilibrio… y me caiga. Pero sé… que debajo de mi cuerpo rellenito… hay un Grongo musculoso… que sabe mantenerse en pie al bailar aerobic —expresó el resplandeciente sumnongle entre jadeos y océanos de sudor.
—Está bien eso, Grongo… Pero no sé por qué me cuentas todo esto —dijo la Peke algo confusa.

Tras la escenita del desplome de Grongo, el profesor indicó que una nueva actividad se iba a realizar en lo que quedaba de clase. El gordito se sentó en las gradas junto a Yazmina, que con su móvil sacaba fotos de la silueta sudorosa impresa en el suelo que dejó el nene con sobrepeso. El pobre Grongo había hecho más ruido al aplastarse contra la cancha que cuando se cayó el Imperio Romano, allá por el año del espantajo de ramas.

Lo siguiente que hicimos fue algo con un palo y una pelota… si es que a eso se le puede llamar pelota, claro. Era una sesión de béisbol a lo cutre.

—Vamos, vamos, vamos, chicos. Ahora toca béisbol —el profesor reorientaba al rebaño a una zona menos sudada de la cancha—. Por cierto: una madre de uno de vosotros ha sugerido a nuestra directora cambiar algunas pelotas que usamos aquí por otras con formas más originales y graciosas. Como habéis podido observar, la pelota de béisbol es ahora una simpática empanadilla de caucho.
—Por favor, no diga de quién es la madre, profesor —suplicó Peronzo, el verdoso aburrido de mi clase.
—Descuida, no lo haré —respondió el profesor a Peronzo, que se le vio MÁS EL PLUMERO que a la chacha loca de la mansión Farfarulleca.
—He de admitir que es preciosa —admitió Mamá Vegas.
—Mire, profesor, ¡hola!, ¿qué tal? Mire, profesor, yo estoy muy bien. Mire, profesor, hoy, a las 10:21 a.m., opino que la directora Urpia es súper, súper, súper, súper, súper, súper genial. Deja que las pelotas tengan formas más divertidas —dijo la alegre Quairo.
—Eso es —respondió Santi.

Los alumnos cogieron los instrumentos deportivos que reposaban en una caja humilde. En fila, uno a uno, los alumnos cumplían la misión de bateador para luego ser lanzadores. Una vez que le lanzaban la empanadilla a un bateador, este abandonaba la fila al instante para lanzarle la empanadilla al siguiente bateador, y así sucesivamente hasta llegar a ser de nuevo lanzador (¿lo has entendido, calabacín?).

Después de varios lanzamientos, llegó el momento de Little Aurora. Maselillo le lanzó la empanadilla de caucho con poca potencia. Little Aurora reaccionó asustada con un grito y bateó el objeto con tanta fuerza que salió propulsado hacia fuera de la cancha.


—¡AY, DIOS MÍO!
—¡Enhorabuena, Frussie! —gritaron dos compis del montón.
—¿De qué te alegras, Aurora? La empanadilla acaba de cruzar el hueco del poste —dijo Tulma, cortando todo el rollo pero con buena fe.

Los jóvenes estaban boquiabiertos por la desconocida fuerza de la llorona de la clase. Sin embargo, Little Aurora comenzó a lloriquear cuando vio que el desvío involuntario de la empanadilla había dictaminado su calificación en la asignatura de educación física de este curso.

—¿Qué pasa?, ¿por qué llora Little Aurora?
—¿No te has enterado, Maselillo? La empanadilla acaba de cruzar el poste azul. Eso significa que Little Aurora acaba de suspender automáticamente esta asignatura. La directora mandó a poner esos tres postes ahí para que los alumnos tuvieran miedo de lanzar pelotas a los jardines de la escuela. Si una pelota atraviesa el poste azul, el que la lanzó suspende la asignatura. Si atraviesa una el naranja, se queda sin recreo todo el curso, y si la pelota atraviesa el verde repite curso. Es una putadah, lo sé.
—¡Qué horror! —expresó Maselillo mientras escuchábamos la alarma que emitía el poste azul.
—Tranquila, Little Aurora. No creo que la directora se entere de que ese poste está sonando ahora mismo; su despacho está muy lejos. Si alguna vez pregunta quién ha lanzado algo a través del poste, nadie dirá que has sido tú —dijo el profesor en un tono paternal que causó en la llorona el mismo efecto que el de un ansiolítico—. Ahora vete a buscar la empanadilla, que habrá caído cerca de la piscina de Silver Caribe.
—Ah…, gracias, profesor… ¿Puede acompañarme alguien a buscar la empanadilla? —preguntó la calmada alumna.
—Por supuesto.
—¡Yo iré contigo!

Little Aurora esperaba que la acompañara Mamá Vegas, pero era recomendable que se quedara donde estaba porque, según dice la sumnongle de las trencitas, deseaba darle un mordisco a los apetitosos pectorales de Iker Marrazo, el entrenador fibroso del delfín Silver. No sé si eso que dice es verdada o mentirara, pero es mejor no arriesgar la salud de ningún hombre piscinero.

La llorona y yo subimos las escaleras de las gradas para acceder a los jardines de la escuela. Buscamos por la piscina de Silver pero no hubo rastro de la empanadilla. Luego caí en la cuenta que tras el seto de la piscina del delfín, hay otra área verdosa… donde vive el jardinero conserje.

—Nunca he entrado aquí —comenté a la Frussie para disipar el silencio.
—Yo tampoco —Little Aurora aún seguía pensando en esa experiencia desagradable—. Maldita directora, ¿por qué tiene que poner esos postes absurdos? Si no quiere que las pelotas caigan aquí, que ponga una red, ¿no?
—Exactah. ¡Oh, allí está!

La empanadilla se encontraba abandonada en medio del camino. Uzuri y unos pajaritos civilizados y decentes, no como Paxarito, se encontraban con la grulla coronada examinando con curiosidad el objeto no comestible.


—Hola, Uzuri. Gracias por no quitarle el ojo de encima a la empanadilla de caucho.
—Esa ave no pica, ¿verdad? —preguntó temerosax.

La encantadora Uzuri del Serengueti me guiñó un ojo y, junto a los otros pájaros, alzó el vuelo para llegar a otra zona de la escuela.

—Bueno, Little Aurora, tú llévate la empanadilla que yo voy a hablar con el jardinero conserje.
—¿Para qué?
—Para que me aclare unas cosas. Espero que esté en la caseta del madroño.
—Yo voy contigo —dijo Aurora quitando de la empanadilla los pizcos de suciedá.

Ambos nos encaminamos a la caseta del misterioso y casi-nunca-visto jardinero conserje. Con mano decidida, aunque con miedo en mi corazón, hice TOC, TOC, en la puerta para que nos abriera. Y así lo hizo.

—¿Qué queréis? —cuestionó con voz grave.
—¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHH!!! —Little Aurora huyó chillando y espantando a todos los ácaros del polvo con su grito de pánico. El jardinero conserje no se inmutó ante su reacción.


—¿Qué le ocurre? —a pesar de tener cara de comerse a un bebé con mordiscos violentos, el jardinero conserje parecía estar de buen humor.
—Ah, pues… Es la payasa de mi clase. Su habilidad es huir gritando, pero a la gente no le hace… mucha gracia. —estábamos algo intimidados por su mirada tenebrosa.
—¿Y qué quieres tú?
—Pues… quería hablar con usted, señor…
Custodio.
—Vale, Custodio… Quería, si es posible, preguntarle cosas sobre sucesos que han ocurrido en esta escuela. Una flor que había plantada al lado de la entrada del recinto escolar me sugirió que comentara con usted estos temas —me sentía rarísimə hablándole de eso pero al mismo tiempo me aliviaba el saber que me podía aclarar las dudas.
—De acuerdo.
—Fantástico. Esto es un lío muy intestinoso. He hablado con Rosamelia, la flor, pero ella sabía muy poco sobre una supuesta maldad que amenaza la escuela. Luego, le he pedido a un amigo que se case con una mocosa descerebrada para que nos diga dónde está la efigie, esa de la que la directora Urpia no quiere hablar. Y para colmo, Rosamelia desaparece y en su lugar hay un mandril floral que muerde más que respira.
—La maldad de la escuela ha acabado con Rosamelia porque era muy cotilla. Ella observaba diariamente a todos los seres que andan por la calle frente a la escuela al entrar y al salir del recinto. Los analizaba meticulosamente con sus sentidos, examinaba sus comportamientos y memorizaba la información. La maldad de la escuela no podía permitir que la pillaran, no podía tolerar que una chismosa muy observadora pudiera desvelar sus horribles intenciones. Rosamelia ya tenía una lista de sospechosos y la maldad sabía que estaba entre ellos. Y obviamente, la maldad es un ser que pasa todos los días por delante de donde estaba plantada Rosamelia —el señor Custodio parecía muy comunicativo y a la vez se mantenía serio como una estatua.
—Entiendo —dije prestando muchísima atención.
—Se deshizo de ella y no sé cómo. En su lugar plantó esa flor peligrosa, tal vez como señal para indicar a todos aquellos capaces de hablar con Rosamelia que, si investigan el caso de la maldad de la escuela preguntándole cosas a la flor, pueden acabar… heridos.
—Joder… Entonces la maldad puede que la haya eliminado porque sabía que yo le preguntaba a Rosamelia cosas sobre ella. ¡Entonces la maldad sabe quién soy! Quiere cortarme la información. No quiere que sepa nada de su existencia ni de sus malvados propósitos.
—No creo que sepa quién eres. Esa maldad es muy extraña, no se sabe qué intenciones tiene.
—¿Querrá hacer algo con la efigie? —cuestioné dilatando mis ojos.
—No lo sé. La efigie es un monstruo casi indomable. Cuando se fusionaron el instituto El Diptongo y el colegio Coser y Cantar, las respectivas efigies de ambos centros también se fusionaron, dando lugar a una bestia horrenda. Desde entonces, solo la directora trata con ella.
—No sabe usted las ganas que tengo de ver a esa efigie —quería decirle que aparte de Urpia, había una niña, Dalipsa, que sí ha contactado con la efigie, pero preferí reservar esa información.
—¡No lo digas ni en broma! A la efigie no hay que molestarla NUNCA —aconsejó con tenue severidad.
—Está bien, está bien —sus palabras me asustaron pero no callaron a las mías—. Una cosa que quiero saber: ¿cómo sabe usted que en la escuela hay de verdad una maldad oculta?
—Entra y te lo enseño.
—¿El qué?

Custodio me empujó con suavidad hacia dentro de su caseta. Después cerró con llave la puerta. Pensé que eran los últimos segundos de mi vida.

—¡POR FAVOR, NO ME COMAS! Yo sepo a mierda de galápago… —supliqué con desesperación entre las sombras de varias herramientas de jardinería, abonos y macetas.
—¿Qué estás diciendo? Yo soy vegetariano y no un caníbal —comunicó extrañadoh.
—Disculpe, es que me pone de los nervios ver palas y rastrillos —mentimos para salir airosos y aireados.

Al otro lado de una estantería pude ver aquello que Custodio quería mostrarme. Era una especie de copa gigante con textura de bidet y alumbrada por tres focos. En su interior había bolitas brillantes que estaban unidas a la copa mediante unos filamentos. Al ver tal belleza me dieron ganas de hacer pis.


—¡Esa cosa es espléndida! Oh, tiene hasta el escudo de la escuela.
—Esa cosa es la copa de la escuela —Custodio relató en la penumbra la historia de tal objeto—. Urpia desechó una planta extraña cuando se hizo con el poder de esta escuela. Ese vegetal se creó en la unión de los centros educativos y la directora desconocía que tenía una utilidad. Sin embargo, yo la llegué a conocer: La planta era en realidad un trozo del cuerpo de la nueva efigie. Así que la cogí y la planté en una maceta. Descubrí gracias a Rosamelia, que conoce mucho a los vegetales, que la planta generaba bolitas que representaban el estado de ánimo de los seres vivos que estudian, trabajan o viven en esta escuela. La planta ha generado una bola por cada uno de esos seres y yo las he ido plantando en esta copa, cuya iluminación especial hace más visible el estado de ánimo de las esferas. Y fíjate, la vara del centro simboliza a la efigie. La tallé a partir de un tallo de esa planta.
—Guau, guau…—mi mente no podía estar más atónita.
—La planta de las bolitas está en secretaría. Allí desarrolla sus frutos nuevos cada año dentro de una enorme vaina, cuando se matriculan nuevos alumnos o se contratan nuevos profesores. Yo siempre voy en esa época a recoger esa gran cantidad de bolitas para luego plantarlas aquí.
—¿Entonces yo también tengo mi bolita ahí plantadax?
—Claro. Pero no se sabe a quién pertenece cada bolita; todas son iguales… Por eso desconozco quién es la maldad de esta escuela —Custodio luego se acercó a la copa y con su dedo descolorido señaló una esfera en concreto—. Aunque se distingue cuál es la maldad más prominente.


—Las otras bolitas, cuando se tornan rojas, nunca llegan a este nivel tan intenso. Esta bolita tiene tanta maldad que hasta chorrea un líquido sospechoso.
—Ojalá que esa maldad se manifieste sin hacer daño a nadie para que yo pueda vengar la muerte de Rosamelia. Estaría chachi, ¿no? —un torbellino de emociones bailaba salsa dentro de mí. Quería hacer algo YA con ese mal misterioso.
—Lo mejor es que no se manifieste, pero eso no lo podremos evitar. Con resignación esperaremos a que algo ocurra —Custodio cambió su rostro de piraña de hojalata por uno entristecido—. Rosamelia, todavía me quedaban cosas que aprender de ti.

El sonido de la alarma que marcaba el comienzo del recreo se coló por mis oídos. Había terminado la clase de educación física y yo sin volver a la cancha.

—Será mejor que te vayas. Yo me voy a tomar una siesta en mi cuarto.
—Qué chulada. Tienes un cuarto para ti en esta caseta —dije mirando a la puerta con ese póster cósmico—. ¿Puedo echarle un vistazo?
—¡NO! ¡LARGO DE AQUÍ YA! —gritó enfadado el jardinero conserje.

Salí corriendo de la caseta por miedo a recibir un bocado en mi hermoso cuello de piel de leche. No entendí ese cabreo inexplicable de ese señor que tanto mal rollo me dio. No obstante, por otra parte me satisfizo mucho la conversación que tuvo conmigo. ¿Nos habremos convertido en amigos?, ¿le podré volver a visitar para hacerle más preguntas?, ¿regará y cuidará a esa odiosa flor mandril que ha sustituido a su amiga rosácea? No tengo ni pipota idea.

Llegó el recreo y con él el descanso. Santiago no reprochó mi larga ausencia porque no se acordó de que me había marchado. Sin embargo, Maselillo me preguntó mil y una cosas sobre lo ocurrido en la caseta. Se sorprendió al oír la historia de las bolitas que se enrojecen cuando una persona se vuelve mala. Tenemos un nuevo banquete de datos que disfrutaremos comiendo para volvernos más listos. El misterio de la efigie y el de la maldad están cada vez un poco más nítidos.

El resto del día fue normaloide: Little Aurora al final no suspendió la asignatura, el cortaúñas eléctrico no amputó ningún dedo, Hematio dejó de sangrar cuando milagrosamente se le cicatrizó la herida al cabo de dos horas. Pero desgraciadamente no pude encontrar ni un solo libro sobre sumnongles en la biblioteca y ningún niño me ha llamado por lo del avistamiento de Zipulas, JODER.

Ahora estoy en casa con Perseo en mi regazo. Creo que tengo que comprarle un collar y algún que otro juguetito. Esperamos que mañana sea un día fabulosoh y que algún día el mal reciba su merecido.

Besitos, Rosamelia, nunca te olvidaremos ♥.

No hay comentarios:

Publicar un comentario