11 noviembre 2011

El mirador del parque

Hola, pequeños curiosines. Sí, aquí estoy yo otra vez con cosas nuevas que contar.

Hoy es viernes, y los viernes son el inicio de un pequeño periodo semanal de descanso y diversión, al menos para la gente escuelera como yop. Si te dejas llevar por el influjo viernoso, tu cuerpo sucumbe a la ociosidad y pasa las horas de la tarde sin hacer nada productivo. Pero hoy yo fui capaz de espabilarme y llevar a cabo algo importante. Esta vez el sofá no me ha podido abducir, ¡fwuimmmm!

Durante el almuerzo recordé mis infructíferas expediciones por el parque de Maraguarrada para encontrar la madriguera de los Zipulas o al missing baby Poesía. Tanto fracaso me ha desmotivado a continuar mi búsqueda, pero, aun así, quise proseguir con la misión de La liga Antipedo una vez más porque tuve una idea repentina que me podría facilitar el trabajojo. La idea era entrar en el edificio llamado Torre Brutalia, subir a la última planta y desde allí echar una buena observada al parque de Maraguarrada para intentar descubrir ese lugar que me describieron los chavales acosados de mi escuela.

—Qué planazo se me acaba de ocurrir. ¡Ya se me podría haber ocurrido antes! —dije a mi gato Perseo mientras llevaba mi plato enguarrado de salsa hacia el frega-frega de la cocinax.
—Miaau —maulló poniéndose panza arriba en el suelo.

Esta nueva idea, concebida por mí al 100%, me había ilusionadə de nuevo. Justo cuando pienso que voy a tirar la toalla ocurre algo que me estimula con ferocidad y me rellena de entusiasmo. La toalla seguirá estando en el toallero de la esperanza y yo seguiré buscando a Poesía. Lo prometo.

Antes de salir de mi casa examiné los pros y los contras de mi nueva aventura mientras me comía el último pequeño suizo que quedaba en mi nevera. Necesitaba darle un alimento dulce a mi cuerpo porque sí.

Una vez fuera nos encaminamos hacia el sur del parque de Maraguarrada, donde se yergue la Torre Brutalia. A pocos metros de distancia de nuestro destino, pudimos vislumbrar en la plaza frente al edificio varias formas de colores hinchadas que se meneaban con violencia. Se trataban de varios castillos inflados (o palacios de sudor de nene) que ofrecían diversión a un puñado de sumnongles infantiles. Los niños se comportaban como simios enajenados por la sobreexcitación que les producía los colores primarios de esos pseudoedificios rellenos de aire que parecían que estaban A PUNTO DE ESTALLAR.

Intentando no distraerme demasiadou en ese efímero reino multicolor de locura y mal olor, miré sin miedo al edificio más alto del distrito que se imponía bien erecto y rojizo ante mí.


La Torre Brutalia es un edificio que se cree rascacielos, pero no lo es… Es un edificio de viviendas de veintipico plantas, con garajes subterráneos y varios negocios y oficinas en las plantas bajas. Fue construido en los años setenta, cuando yo era súper inexistente.

Me planté ante la entrada del edificio, mi primer obstáculo, intentando averiguar cuál sería la manera más fácil de entrar en él. La puerta estaba muy cerradax y yo no tenía llave, joder… Luego, al cabo de un minuto, surgió un corpulento señor de entre los castillos hinchables. Tenía un aspecto refinadete, alegre y al mismo tiempo serio, como el del cenotafio de un pavo del paraíso. Se interpuso entre la puerta y yo para conectar su mirada con la mía.


—Hola, buenas. ¿Te gusta esta pequeña fiesta?
—Creo que sí. Pero me gustaría más si me dejaran saltar a mí también dentro de los castillos.
—Oh, juojojó. Es una fiesta especial que hemos preparado los vecinos para los más pequeños —explicó amablemente—, pero tú no has venido aquí para brincar, ¿no? Me he fijado en que mirabas la entrada de mi edificio. ¿Tenías pensado entrar en él?
—Ummm… Pues sí, quiero entrar.
—Tú no vives aquí, ¿verdad? Lo sé yo bien, que me conozco a todos los vecinos.
—Emm… no. Pero he venido de visita porque hoy toca visitar.
—¿Y a quién vas a visitar? —preguntó insistente, ladeando un poco su cabeza.
—Pues… a mi abuelo —mentí con desganah.
—¿Y cómo se llama?
—Mmmm… Luisillode por Vida.
—Ajá. ¿Y en qué piso vive ese… Luisillo?
—En el… séptimo A, jolines —respondimos muy hastiados sin ganas de pensar.
—Discúlpame. Siento haber sido tan preguntón —el señor gesticuló de forma grácil para amenizar la conversación mientras mostraba una sonrisa nerviosa—. Es todo muy sospechoso porque en el séptimo A no vive ningún Luisillo, pero, vaya…, no te preocupes por nada, juojojó.
—Geniale, entonces.
—Por cierto, me llamo Crispín Tramuzo. Dime tu nombre y así nos conocemos un poco más.
—No, Crispín, confórmate con la información que ya te he dado: ADIÓS —concluí tajantemente y dejé a Crispín con una indigestión cerebral que lo dejó fulminado por dentro~.

Me aproveché de una acción fortuita para librarme de ese pelmazo mofletudo y meterme con la agilidad de una anguila en el edificio. Gracias a que una señora de la suerte salió por la entrada yo me encontré sin tardar en medio del portal.

«Maldito Crispín. Ese señoruzo repelente ha metido muy a dentro sus narices. NO MÁS INTERROGATORIOS POR HOY» pensé indignadis en el solitario portal.

Anduve hacia a los ascensores que se hallaban uno junto al otro al final del ancho pasillo. Necesitaba ascender… ascender hacia el ático. Sin embargo, quise hacer una miniexcursión de culebra por los rincones del portal para disfrutar por primera vez de su belleza color bermejo. Brotó en mí cierta envidia cada vez que de manera inconsciente comparaba el amplio portal de la Torre Brutalia con el estrecho y sombrío portal de mi bloque.

Aquel sentimiento de la envidia fue sustituido por el del miedo en casi tan solo un segundo justo cuando escuché abrirse la puerta de la entrada y luego unos pasos apresurados. Alguien se acercaba, ¡parecía que iba a por mí!

—¿Aún sigues aquí?, ¿no tenías que ir a ver a tu abuelo? —preguntó Crispín con tono de policía.
—Déjame en paz, Crispín. ¡Quiero ir a mi bola! —repliqué por el exceso de agobio que sentía.

El sumnongle corpulento no toleró mi actitud lo más mínimo y, con la maestría de un adulto castigador, me agarró del brazo y me propulsó con mucha fuerza hasta estamparme contra una pared, justo al lado de un filodrendo de plástico. Crispín podía maniobrar mi cuerpo fácilmente, como si fuera el cadáver de un maniquí.

—¡Aaahh!
—Cállate, imbécil —dijo en voz baja—, que sé que no has venido a visitar a nadie.
—Que sí, ¡si se lo he dicho! Vengo a ver a mi abuelo.
—Vamos, no me jodas. Deja de mentir, que tú has entrado aquí sin que nadie te invitase, como si esto fuese tu casa —explicó Crispín muy convencido—. No sé qué te traes entre manos metiéndote en mi edificio como si nada, pero que sepas que no dejo que los intrusos se vayan de rositas.
—¡Yo no he venido aquí para hacer nada malo! Este edificio me la refanfunfli una pasadah —confesé inútilmente con la voz quebrada sin entender a qué se refería.

Crispín pegó mi espalda a la pared con un nuevo empujón para demostrar que controlaba la situación. Yo estaba estupefactə y el temor no me dejaba reaccionar. Además, Crispín olía demasiado a perfume, de esos que pueden camuflar el hedor del culo de un hipopótamo con solo unas gotas, y eso, claro está, me aturdía mucho más.

Con un rostro perverso de satisfacción, Crispín clavó su mirada de percebe en mis ojos llorosos al mismo tiempo que alzaba su mano como si fuera un instrumento de tortura listo para ser usado.


—Cómo odio a los de tu generación. La televisión y los videojuegos os han derretido el cerebro.
—¿Mi generación?, ¿los de 1996?
—Los niñatos en general, sí. Todos sois delincuentes en potencia. No sabéis lo que es LA EDUCACIÓN ni la PROPIEDAD AJENA —dijo con su voz cargada de cabreo, pero sin gritar.
—Yo soy buena gente, lo jurox. Déjeme ir —pedí mostrando mi docilidad de víctima.
—Si quieres irte primero demuéstrame que sabes multiplicar.
—¿Qué?
—Multiplica las cifras correctamente y te dejaré ir. Si fallas te pellizco.
—Pero…
—Venga, ¿cuánto es 52 por 756?
—N-no me sé la tabla del 52. Necesito tiempo para pensaaaar.
—Esa no es la respuesta —dijo Crispín mientras me pellizcaba el costado.

Crispín estaba deseoso de seguir pellizcando las reservas de grasita que tengo bajo la piel cada vez que fallaba en calcular el resultado por culpa de mis nervios. Después de varias multiplicaciones fallidas, pellizcos varios y algunos golpeteos de autodefensa que no sirvieron para derribar a ese hombre grueso, deseé tener la misma agilidad mental que Tulma, para poder resolver operaciones tan veloz como ella.

—¡Auau! —gemí por el dolor post-pellizco que sentía en mi brazo izquierdo.
—¿15 por 820? —Volvió a preguntar con su repugnante sonrisa.
—Pues, eh… Déjame ir a casa a buscar la calculadora.
—No, no, no. Responde correctamente y te dejaré ir.
—Me das mucho asco, Crispín —declaré con mis ojitos llenos de LÁGRIMAS DE RABIA.
—Cállate y contesta —Crispín dirigía esta vez su mano hacia la carne de debajo de mis nalgas.

La tortura matemática se pausó de inmediato cuando una persona entró en el portal. Se trataba de una viejecilla indefensa que se disponía a subir al ascensor. Su presencia fue muy oportuna porque me sirvió para librarme de una vez por todas del asqueroso de Crispín. Con un escupitajo fugaz cegué por varios segundos al guarroncio ese y con un giro de ninfa me zafé hasta llegar a la sumnongle arrugada.

—¿Abuela?, ¡abuela! —grité fingiendo tener consanguinidad con doña recién llegada y ocultando mi nerviosismo.
—¿Eh? ¿Qué?
—Soy yo, Leli. He venido a visitarte. ¿Ya no te acuerdas de tus nietos y nietas?
—¿Leli? —La pobre estaba algo aleladah.

Crispín se alejó a toda prisa y con la cara húmeda del rincón de al lado del filodrendo. Recompuso su falso porte de señor decente y salió del edificio sin mirar atrás, como si nada hubiera pasadox. Yo me quedé a solas con la viejita que parecía que acababa de vender fresas en la plaza de un pueblo.

—¿Leli? Pero tú no me suenas de nada —la dulce anciana me miraba confundida—. Y no, no conozco a nadie que se llame Leli.
—¿Ah, no?
—No. ¿Leli viene de Araceli o de… Aurelio?
—Ni ideap. Tal vez venga de Alhelí de Nueva Delhi.
—Pues lo siento mucho, cariñito, pero… yo no soy tu abuela —aseveró la señora como sintiendo un poquito de lástima por mí.
—Oh, vaya… Malditas gafas de acetato, no me permiten enfocar biennn… —dije para justificar mi ficticia confusión.
—Yo soy Celestéfora Ruiz. Pero no soy tu abuela.
—Ya, ya…

Celestéfora, mi falsa abuela salvavidas, tenía pinta de ser ese tipo de viejas medio generosas que si las deleitas con tu graciosa juventud te obsequian con un billete de 10 euros o con un puñadito de pesetas mugrosas de su monedero marrón de cocodrilo muerto.

Ya dentro del recién llegado ascensor, Celestéfora y yo pulsamos los simpáticos botoncillos que marcaban los pisos a los que queríamos ir. Después de sacar el llavero de su bolsillo, la anciana me miró algo intrigadah.


—Mmm… ¿pasa algox?
—¡QUE DIOS BENDIGA ESTE VIAJE EN ASCENSOR! —gritó Celestéfora animada, alzando sus brazos. Parecía que la había iluminado un ángel con un relámpago de amor glasé.
—Oh, ¡elevado sea lo que nos alaba! —continué yo con los elogios—.  O, mejor dicho: ¡alabado sea lo que nos eleva!
—Amén…

Sin despegar su mirada extraña de mi cara, Celestéfora se dispuso a salir del ascensor; ya se había parado en la decimosexta planta. Sin embargo, por culpa de un accidente dedoso y de su estúpida distracción, Celestéfora quedó inmovilizada porque el llavero con las llaves de su casa cayó por el hueco del ascensor.

—¡Uy, uy!
—Vaya, ups.

Sorprendidos por lo ocurrido, escuchamos atentamente el clank de las llaves suicidas al impactar contra el suelo, muy debajo de nuestros pies.

—Pero, ¡santo cielo! Dios de mi corazón, ¿cómo pudo pasar esto? —preguntó atónita.
—Desgracias de ascensor. A veces pasan, buu.
—No, no, no. ¿Y ahora cómo entro en mi casa? ¡Mi marido está fuera, vuelve por la tarde! ¡JODER! —exclamó la señora, enojándose.
—Pues…
—Maldita sea, hostia puta, ¡joder! ¡ME CAGO EN TODOS LOS MUERTOS DEL CEMENTERIO!
—Eh, a ver… —intenté intervenir antes de que todo se volviera más chungo.
—¡Y ahora qué cojones hago yo para coger las jodidas llaves! ¿Tengo que hablar con el conserje, ese hijo de la gran puta? ¿ese mamonazo de mierda que me tiene frita con sus gilipolleces? ¡NO QUIERO, NOOO!, ¡¡AAAAAAHHH!!

La pérdida de las llaves puso a Celestéfora hasta el tope de furia. La desproporcionada cólera producida por la frustración la hacía parecer una piraña mefistofélica que daba mucho cague.


—¡¡¡GRWAAAAAAAAAAHHHHHGGG!!!, ¡¡¡AAAAAAAAHHHHGGGG!!! 

La vieja, muy enfadada, salió del ascensor de las tragedias gritando y no nos dijo nada más (y tampoco nos devoró las tripas). Cuando se cerraron las puertas de la caja elevadora aún se podían oír sus alaridos, y también a algún que otro vecino abriendo su puerta para averiguar el porqué del escándalo en el rellano de la planta 16.

—Me tengo que hacer un póster con el careto enfadado de Celestéfora —susurré mirando mi absorto reflejo en el ascensor—. Vaya con la babushka y sus dramas con los vecinos… Casi se muere de un matarile-rile-rón ♫.

Después del sube que te sube llegué por fin a la planta que más deseaba: la planta 20. Era el momento de inspeccionar el parque desde lo más alto, con mi visión de detective amateur. No obstante, otro jodido obstáculo me entorpecía una vez más mi misión: UNA COSA AMARILLA COLGADA FRENTE A LA VENTANA.


Le dediqué una mirada de odio y otra de insubordinación al cartelito ventanero con ojos. No comprendía muy bien el propósito de esa señal y por esa razón decidí abrir esa ventana corredera (¡ole yo!). Al hacerlo se colaron los ruidos de la fiesta de abajo y un poco de viento en el rellano.

«No la he pasado canutas para llegar al ático para nadah, guapetón» dije en forma de pensamiento al cartel.

Saqué de mi mochila unos prismáticos que tenía guardados en un escondrijo de mi hogar. Encajé mis dos globos oculares en las gomas de las lentes y con cuidado me asomé por la ventana, sin rozar la cinta del cartel, para observar las misteriosas verdosidades de Maraguarrada’s urban jungle.

En un abrir y cerrar de píloro, hallé algo que llamó mi atención al máximo casi en el centro del parque: un grupo de árboles dispuestos en forma circular y de un color… ¿rosado?


—Eso no es rosa, ¡es lavanda! —dijimos enfadados—. Es como un lavanda desteñido… y si ese tono no es lavanda desteñido entonces alguien tiene que irse al oculista más cercanox.

A excepción del color de esos cipreses, ese lugar compartía las mismas características con aquel sitio que nombraban Asimetrio y Estela. Bueno, al menos eso quería creer…

Volví a meter mi torso en el interiore del edificio, pero esta vez con menos cuidadín. Sin quererlo en absoluto, mi cráneo golpeó con delicadeza la señal, y esta cayó al suelo haciendo un sonido similar a ¡SPLAT! Ese cartelito estaba atado de muy malas maneras…
Acto seguido, la puerta de una de las casas se abrió…

—¿Quién ha tirado el cartel?

Un ser majestuosamente escalofriante apareció flotando, ataviado con una especie de toga morada, en el umbral de la puerta. Era un sumnongle raro cuyo aspecto no conseguía del todo comprender… Su enorme cabezota parecía un pisapapeles viviente colocado encima de un papel de magdalena gigante. Estaba sorprendido y enfadado.


—¿Fuiste tú quién tiró la señal?
—¿Qué eres? —preguntamos con curiosidad.
—¿Cómo que «qué eres»? ¡Dirás «quién soy»! —corrigió indignado—. Soy Vitrorbe y te he preguntado si has tirado tú el cartel de la ventana.
—Pues… verá. Yo no lo he tirado. El cartel ha decidido por su cuenta caerse por sí solo.
—¿Te burlas de mí? Seguro que lo has tirado tú —replicó desafiante.

Mi nariz pudo oler cómo el tufo de movida chunga empezaba a apestar en la discusión con Vitrorbe. Después de lo vivido con el retorcido Crispín frente a los buzones en la planta baja, opté por esquivar futuros conflictos con los vecinos de ese puñetero edificio. Pero, por otra parte, no podía tolerar que me tratasen como una hez. En definitiva, acabé por moderar mi forma de hablar, pero no por ello iba a dejarme agraviar (jum…).

—De acuerdo, yo admitir: lo tiré yo sin querer —confesé haciendo una leve reverencia para no ofender a la canica celestial—. Es que quería abrir la ventana para que entrase oxígeno porque me estaba asfixiando. Perdong…
—Aquí hay oxígeno de sobra. ¡Debiste haber respetado la señal! No hacerlo es una falta de respeto.
—¿Falta de respeto? —pregunté con la mente blanqueada por un segundo.
—¡Sí!
—¿Y por qué está ahí? Es un cartel fácilmente caíble que solo dice que se puede caer si se abre la ventana. Entonces si no quieren que se caiga… ¿POR QUÉ LO DEJAN AHÍ COLGADO?
—Lo he colgado ahí para indicar que se puede caer si se abre la ventana… eso es todo —declaró con cierto nerviosismo y sin esclarecer NADA.
—Entonces parece que el verdadero problema es que alguien abra la ventana.
—Hmmm… Es que, si las ventanas están cerradas, es más seguro para mí —explicó altivo, revelando el auténtico cometido del cartel—. Además, el ático es mi territorio y yo hago lo que quiera en él.
—Pero en este piso vive más gente, ¿no? Y esa ventana es de uso común.
—Eso me da igual. Yo soy Vitrorbe, el señor del vidrio, y yo tengo el control sobre todo objeto hecho de vidrio. Si la Torre Brutalia estuviese hecha completamente de vidrio, YO sería su amo absoluto.
—Pero está hecha de ladrillo, así que no tiene poder sobre nada. No se llene la pecera de fantasías —advertimos al señor iluso.
—¿Sientes envidia por lo que soy capaz de hacer? Ya quisieras tú, joven, poder controlar todo un edificio como podría hacerlo yo —Vitrorbe se llenaba sus oquedades de chulería.
—Pues, no es por fardar, pero yo soy el único ser humano que vive actualmente en mi edificio. Un edificio de viviendas de 7 plantas en perfecto estado. TODO PARA MÍ Y SIN RESTRICCIONES.
—¿Es… es eso cierto?
—Sí, ciertamente.
—¿Vives tú y solamente tú en ese edificio? —Vitrobe preguntó perplejo—, ¿cómo es eso posible? 
—Una serie de sucesos inevitables ha hecho todo eso posiblex —revelé sin reserva. Al hacerlo sentí una nostalgia sombría dentro de mí.

Sin haberlo planeado llegamos a una tregua en donde una calma de spa comenzó a fluir entre nosotros. A pesar de la discusión de besugos que tuvimos, no llegamos a las manos ni a la bola. El sumnongle no me agredió con sus manazas flotantes y yo no tiré su cabeza para que acabara echa trocitos, y, posteriormente, en un contenedor verde. Vitrorbe no es más que una bola asustadora, poco golpeadora.

Una blableo civilizado surgió entre nosotros. Le dije que la clave para convertir un edificio tipo colmena de vecinos en una supercasa para él solo era que todos los vecinos murieran en algún accidente, pero los accidentes no son cosas que se puedan programar. Además, Vitrorbe no estaba por la labor de asesinar a ningún habitante del edificio porque eso es algo muy cruel y problemáticus. Lo que sí hizo fue limitarse a quejarse en el umbral de su puerta, conmigo presente.

—Me has dejado estupefacto; has conseguido algo que yo siempre quise y que creía imposible conseguir. Yo siempre he soñado con vivir en lo alto de un rascacielos, un rascacielos solo para mí… sin vecinos —explicó el afligido sumnongle—. Como nunca salgo de casa me gustaría que al menos mi hogar fuese muy amplio. Hace años que el estar en el exterior me angustia. Y yo en casa, muy lejos del nivel de la calle, me siento seguro.
—El lugar donde vivimos no siempre es como deseamos… A veces no nos queda otra que conformarnos con vivir en una grieta fea o en una bolsa —comenté con sutileza—. En realidad, mi edificio no es gran cosa…
—Entiendo… —Dijo Vitrobe pensativo—. Si tuviésemos una relación cordial, ahora mismo te invitaría a tomar un chupito de limpiacristales en mi casa.
—¿Limpiacristales? ¡Qué amable! Pero yo prefiero beber otros líquidos, de esos que te encuentras en la nevera.
—Es verdad… No tienes edad para tomar chupitos.
—No es eso… Es que el limpiacristales me envenenaaarg.

No alargamos la conversación mucho más porque teníamos otras cosas que hacer. Vitrorbe se metió en su casa, ensimismado, después de haber colocado de nuevo la señal en la ventana. Yo, por mi parte, me fui del edificio para buscar el círculo de cipreses en el parque que vi desde lo alto.

Al llegar a aquella sección repleta de árboles perennes frondosos, redescubrí ese misterioso mural circular de setos que ya había visto hace tiempo. Exploré los parterres circundantes sin que los transeúntes entrometidos que pululaban por allí me vieran; quería encontrar algún hueco entre los setos para colarme cual rata de las malas hierbas en ese rincón hermético.

Para mi sorpresa, encontré un huequecillo singular entre dos setos por el que pude autointroducirme. Daba la impresión de que alguien había hecho esa apertura hace tiempo. Gatear por ahí fue incómodo, sucio y angosto, pero eso importaba más bien poco. A duras penas pude salir por el otro lado, pero valió la pena, o al menos eso creía…


El lugar era ese… varios cipreses de color lila grisáceo formaban un círculo en torno a una pequeña plazoleta redonda con varios bancos y farolas. De entre las baldosas que formaban un diseño circular brotaban pequeñas plantas intrusas. Lo frustrante era que no había una estatua en el centro y que los árboles no eran rosas, tal y como mencionaron los nenes… Pero, en fin, tenía que ser ese sitio. ¡TIENE QUE SER ESE SITIO Y PUNTO!

Estaba atardeciendo y la falta progresiva de luz lo hacía todo muy perturbador. Me las piré de esa plazoleta después de haber buscado sin éxito la entrada de alguna gruta o pasaje subterráneo. No quería estar allí más tiempo… al menos por hoy…

De vuelta a mi querida casita con gatito incluido, empecé a rememorar los encontronazos con los sumnongles que conocí hoy en la Torre Brutalia. Sin lugar a duddies, lo que ocurrió con Crispín, ese distinguido y maníaco cabronazo que casi me tritura a pellizcos, fue lo peor de todo. Aún tengo la angustia rebotando dentro de mí por su culpa, pero sé que lo superaré en poco tiempo. Luego está Celestéfora, una anciana vetusta, pequeña y muy beata que a lo mejor te mastica la yugular si la cabreas. Y, por último, está Vitrorbe: él es como un títere huraño y malhumorado que tiene pinta de malo cuando en el fondo no lo es. Su cara brillante me da un poco de sustitos, pero admito que tiene una piel preciosa, como la de una perla deseadah.

La verdad que este viernes ha sido un día provechoso. Subir allá arriba me ha servido para encontrar aquel lugar misterioso de los cipreses. Ver el parque desde lo alto era mejor que ver imágenes satelitales de mala calidad en Internet. Además, hacía tiempo que no subía en ascensor, ya que desde que no hay vecinos en mi bloque subo siempre por las escaleras. Tenía ganas de montarme en uno.

No obstante, no voy a gritar la palabra VICTORIA de buenas a primeras; aún tengo que inspeccionar más ese lugar, o quizás obtener más información. Bueno, no quiero seguir pensando más en el tema de los Zipulas porque si no, ¡no duermo! Ya es tarde y necesito relajarme…

Ah, una última cosa: ¿crees que hoy, el 11 del 11 del 2011 es un día especial?, ¿crees que debí haber comprado un cupón de los no-te-veo? Ganar mucho dinero es guay.

En fin, lectores, ya no hay más letras que leer. ¡Buonas noches y a dormir!

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