12 julio 2011

De safari en la ciudad

Tengo la cara caliente; necesito un sopla-sopla de esos para dejarla como la barriga de un pingüino.

En fin, sigamos.

Tal y como acordamos los miembros de la Liga Antipedo, cada uno de nosotros tiene que hacer una ronda de expedición un día a la semana por el parque de Maraguarrada. El azar, con su dedo aracnodactílico, me ha señalado hoy a mí para explorar el parque. Cogí mi mochila, me vestí con ropa veraniega y abrí la puerta de mi casa para salir a la calle. La operación pillar a los Zipulas haciendo cosas malas o sospechosas había empezado de nuevo.

Cuando salí de mi hogar, un pensamiento triste revoloteó sobre mi mente: En la calle siempre encuentro felicidad en cada esquinota; en cada plaza; en cada tienda; en cada metro cuadrado… En casa, la cosa es diferentex. Yo, en casa, sentirme aburridis y sin ninguna compañía divertida, de esas a las que les gusta buscar las cosquillas a la vida. Aún recuerdo las palabras de Pelafrú: «Necesitas encontrar un alma que te de alegría en este hogar tan lúgubre». Ojalá, Pelafrú, ojalá encontrar a un sumnongle que pueda vivir conmigo para que me anime el espíritu (porque a Maselillo no me lo puedo llevar a casa).

Pelafrú, vuelva a irradiarme con su grata presencia de color fucsia.


En el parque de Maraguarrada, pensé: «Ostras, el parque está lleno de animales sin dueño. ¡Son mascotas gratis! Me puedo llevar una a casa». Un sumnongle del reino animal sería la única criatura que, sin rechistar, se iría encantada a vivir conmigo si le doy cariño, comida y comodidad.

Con esa idea en la cabeza, nos desplazamos hacia el noroeste del parque. Por esa zona la gente suele sentarse a descansar. Casi nunca penetramos esa área porque ES MUY ABURRIDA; está plagada de abuelos remolones.

A simple vista, no vimos ninguna mascota que capturar y ningún Zipula que castigar. Pero sí vimos un banco en donde cuatro culos desconocidos se habían sentado. Un chiquilla vestida de malva que estaba al lado del banco me miró con sus ojos oscuros y me dijo algo A MÍ sin previo aviso:


Tras haber soltado ella esa aclaración inesperada, yo opiné algo que tuve que decir en voz alta:

—No parece tu madre.
Pues sí lo es —objetó la niña de las coletas.
—Pero es tu madre adoptivax, ¿no? La que te rescató de las ruinas del poblado de la selva —pregunté.
¿Eh?
Disculpe, pero yo soy su madre biológica —intervino su madre, en defensa de la verdad, sin levantarse del banco.
—Si usted lo dice…
Mira, aquí tienes la prueba —dijo la enana con ganas de mostrar que me equivocaba.

La niña había pedido a su madre que le diera un libro de familia casero que ella guardaba en su bolsillo.

—¿Ves? Este es nuestro árbol ginecológico oficial.
Genealógico, cariño —corrigió su apretujada madre.
Eso.
—A ver.

En aquella página figuraban los enlaces matrimoniales de su pasado y las caras de los progenitores de la niña, culpables de su nacimiento.


—Oh, Juanica, tu padre… ¿qué es? —cuestionamos intrigados.
Mi padre es mi padre —respondió seria.
—Parece un grifo, Juanica del ombligo estrellado.
¡No es un grifo! —gritó ofendidah~, paternalmente hablando.
Si vienes aquí a molestar, será mejor que te marches —pidió Inés con serenidad.
—Vale, me iré. Pero no porque usted me lo pide, sino porque hay algo que no aguanto. En ese banco hay cuatro personas sentadas, PERO HAY NUEVE PIERNAS.

Nos largamos haciendo uso de nuestras patitas, caminando de una manera rítmica y divertida. Esa niña y su madre seguro que guardaban muchos secretos familiares. En cambio los otros, la vieja enorme, el viejo desconfiado y el chico besugo, eran molto aburridongos. No quería saber nada de ellos ni de esa novena pierna misteriosa.

Luego, atravesé la arteria maraguarrádica para llegar a otra área del parque en donde los perros y las palomas conviven en una pseudo-concordia. No estábamos preparados para ver lo que allí vimos… Se trataba de un perro pelirrojo muy bicho que paseaba suelto por ahí. Era el sorprendente perro Rufus, que había traído el horror y el desconcierto a los nenes del parque.


¡Icutadah! Guau, guau, guauuuh ♪ —ladró el perro en tono burlesco.

Los niños que jugaban en la zona gritaron de espantoh. Unos se cubrían la cara al estilo almeja cobardica para imaginarse que vivían en un mundo sin Rufus. Otros se escondían detrás de sus padres o de los setos para no ser detectados por el cánido de orejas puntiagudas. Rufus es inofensivo pero a los niños les da pánico que muestre sus habilidades alfabéticas con sus patas.

¡Mamá, lo está haciendo de nuevo! —gritó un chiqui sumnongle acojonado.
Calla y piensa en tu cumpleaños. Rufus no puede acceder a tus pensamientos —le aconsejó su madre agitándolo por sus hombros.
¡Icutadah! Guau, guau, guauuuh ♪ —Rufus ladró de nuevo mientras se iba caminando con sus patiletras a otra parte. Estaba muy pheliz.

A mí, Rufus, miedo no me da. Su dueño lo ha entrenado para que haga ese truco con sus extremidades con la intención de impresionar y no de asustar. Lo que no comprendo es de dónde saca tantas patas. Rufus es fascinante pero muy guasón, y, a veces, un poco insoportable. No me gustaría tener un perro así como mascota… prefiero otra cosa cososa.

Casi a la salida del parque, ocurrió otro acontecimiento, pero esta vez sin patas extra. Una blancura anular y plumosa sobrevoló el cielo del parque. Era el pájaro que muchos de nosotros, los vecinos de la zona y YOP, llamamos Rosqui.


A Rosqui le gusta volar por la zona, enroscándose en las farolas, las ramas y en cualquier palitroque que pille. Está relleno de libertad y de órganos y huesos.

Pensé que tal vez podría ser mi mascota, ya que no tiene dueño.

—¡Rosqui, ven! —grité al pájaro que volaba lejos del sonido que salía de mi boca—. Rosqui, ven. ¡Enróscate en mi cuello!

Al ver que el pájaro abandonó el parque SIN DECIRNOS NI PÍO, nos fuimos. No me iba bien lo de encontrar mascota… (snif)

Por último, cerca de las aceras que bordean el parque, me topé con un sumnongle poco interesante y de cabeza acacahuetada. Era Calbacho Combusto, el calvo que nos arregleteaba el cochezuelo. Llevaba consigo un animalillo peludo muy raro que dormía en sus brazos.

¡Vaya, cuánto tiempo! ¿Qué tal? —preguntó jovial, abriendo sus ojos circulares.
—Bien —contesté con una voz tan seca como una uva enterrada en el Sáhara.
¿Qué tal el coche?
—No volverá a funcionar jamás.
¿Cómo? Debisteis haberlo cuidado bien —me aconsejó el hombre.
—Y tú debiste haberlo arreglado bien… —murmuré con astucia para no ser oidә.
¿Qué?

Calbacho no me cae bien. Nuestro instinto de avispa nos decía que nos estafaba cuando nos arreglaba el automóvil en su taller. Nos cobraba más de lo que debía y no nos reparaba bien los tecnoproblemas. Es un chapuzas desvergonzado.

¡Briiiiiiiiiiiiiizzz! —chilló el bicho que tenía en sus brazos.
Ya, ya, ya. Piluko, cálmate —susurró al oído de la pequeña bestia.
—Qué mascota tan rara.

Calbacho meneaba con suavidé al macrobicho. Yo vi cómo lo hacía.


¿Podrías hacerme un favor? —preguntó avivado por la orugosa situación.
—Emmm…
Piluko tiene sed. Tengo que ir a comprar suero a la farmacia, pero no puedo entrar con él porque el olor a fármaco le hace vomitar. ¿Podrías cogerlo un segundo? La farmacia está en la acera de en frente —explicó señalando el establecimiento con la mirada.
—Bueno, vale —acepté desganadis.
Pero no le toques su barbilla, que da mucha mala suerte —me pidió antes de irse.
—Lo tendré en cuentah.

La oruga violácea pasó de sus brazos a los míos. Estaba más calmada. Luego, Calbacho corrió en busca del suero.

—Ay, Piluko, no grites más —le dije al bicho peludo—. No seas tan gritón.

Pude sentir la suavidad de sus pelitos en mi piel. Piluko era muy feo, pero al mismo tiempo muy adorable. Su carita humanoide daba una grimilla muy tierna. Nos sentimos satisfechos al sentir el alma de una mascota en contacto con la nuestra. Era eso lo que realmente ansiábamos, y por un momento, lo habíamos conseguido.

—Piluko, tu dueño es un capullo —le dije con toda sinceridade.
Briiizzz.
—¿Verdad que el cariño que te doy yo es mejor?, ¿verdad que me prefieres a mí?
Briiiizzzzz —respondió adormilado sin entender lo que decía

Piluko parecía estar sedado cual loco de manicomio que tira tacitas de té por la ventana. Contemplé su carita somnolienta y confusa. Sus ojos negros deseaban mi amour.


—Oye, ¿quieres fugarte conmigo? —cuestionamos a la mascota.
—¿Briiiizzz?
—¡Sí! Piluko, tú y yo, dueñə y mascota. Vámonos a un país remoto donde podamos ser felices y donde puedan peinarte y perfumarte lejos de ese calvo mentiroso —propuse al bicho.
¿Briiiizzzz? —brizeaba sin comprender mis palabras.
—Claro, Piluko. Allí habrá suero para ti y de todos los sabores —quería llenarle la cabeza de ilusiones para que se enamorara de mí y de las cosas que haríamos en un futuro mágico.
¡Briiiizz!
—Qué lindo. Deja que te acaricie la barbilla, que yo no soy supersticiosy.
Briiiz, briiiz.
—Uuuh… ¡Qué zuabeeeh~! —exclamé de placer cuando le acaricié la sedosa piel de su barbilla rosácea.
Brrrrr… —Piluko ronroneó de una manera anormal.

En un fugaz movimiento, Piluko dirigió su boca a mi dedo índice derecho. Me clavó sus azulados dientecitos afilados con saña. Emití un terrible alarido de agonía pura que hizo vibrar los picos de las palomas y los cucuruchos de los niñatos del parque.

Apretando la nariz a Piluko, conseguí sacar mi dedo de su dentadura. Lo hice todo muy veloz; necesitaba detener ese increíble dolor sangriento. En menos de cinco segundines, acumulé un torrente de ira que desembocó por mis brazos descontroladamente. Agarré de los pelos a Piluko y lo tiré contra el suelo dejándolo atontado y con su cara manchada de rojo (por mi sangre, claro).

Jodido Piluko… Pensé que se estaba llevando bien conmigo, pero no era así.

Yo me oculté tras un seto. Calbacho acababa de salir de la farmacia. Casi nos pilla.


El sumnongle se había horrorizado al ver a su bebé oruga estrellado contra el suelo profiriendo gritos estridentes. Fue a recogerlo tan rápido como pudieron sus patas de mecánico. Ese hombre no volverá a confiar en mí nunca más.

Mala suerte, dice… ¡Ni mala suerte ni hostias! ¡Ese bicho no se toca porque muerde!

Acabé el día en urgencias. Allí tardaron casi dos horas en atender mi dedo sangrante, lleno de puntitos rojos formados por las acuchilladas dentales de Piluko. Los médicos que me iban a tratar la herida estaban jugando al escondite. Creo que lo entiendo porque la gente necesita divertirse, ¿o no es así? En fin, ahora mi dedo parece una momia y para colmo me dueleeeeeeeee.

Ojalá no encontrarme con Calbacho nunca más. La culpa de todo esto es suya, por malinformarme, y de su oruga, por malherirme. Sé que yo debí haber dejado a Piluko en el suelo con delicadeza tras el mordisco, en vez de empotrarlo contra él, pero tenía un enfado inconmensurable que no podía domar. Bueh…, al menos el bicho está bien. Sin embargo, ¡YO, ESTA NOCHE, NO CREO QUE DUERMA POR CULPA DEL DEDO MORDISQUEADO!

1 comentario:

  1. ese parque de la maraguarrada parece siempre muy lleno de vida y de actividad, que envidia, en el mio solo hay sexo, malversaciones y sangre ):

    También parece ser un lugar donde afloran las patas sin dueño y los perros con una de mas!

    Ojala algún día pueda visitarlo! pero sin orugas rosas y peludas de por medio, que hacen pupa!

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